El debate sorprendentemente profundo sobre si los peces sienten dolor

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Durante siglos, los humanos han descartado a los peces como criaturas primitivas y simples, una perspectiva arraigada en prejuicios históricos y reforzada por la magnitud de su explotación. Hoy en día, miles de millones de peces son asesinados anualmente para alimentarse y otros fines, pero nuestra comprensión de su experiencia sigue siendo sorprendentemente controvertida. La cuestión de si los peces sienten dolor no es meramente académica; impacta la forma en que tratamos la vida acuática y desafía las suposiciones sobre la sensibilidad en los animales no humanos.

El despido histórico de la sensibilidad de los peces

La subestimación de la inteligencia y la sensibilidad de los peces se remonta a filósofos antiguos como Aristóteles y Platón, quienes los ubicaban en un lugar bajo en la jerarquía de la existencia. Esta perspectiva ha persistido durante siglos, influyendo en cómo interactuamos con estas criaturas. Usamos el pescado casualmente como símbolo de estupidez (“memoria del pez dorado”) mientras lo consumimos en cantidades masivas, y rara vez consideramos el potencial de sufrimiento. Incluso hoy en día, muchos asumen que los peces carecen de capacidad para sentir emociones complejas o dolor, un sesgo que simplifica nuestras obligaciones morales hacia ellos.

Avances científicos y el debate sobre el dolor

Los recientes avances científicos han destrozado la noción de que los peces son autómatas sin sentido. Los estudios muestran que exhiben comportamientos sociales complejos, mantienen recuerdos a largo plazo e incluso utilizan herramientas. Sin embargo, la cuestión de si sienten dolor sigue siendo polémica. El dolor es subjetivo, lo que dificulta su demostración definitiva mediante métodos científicos.

Desde principios de la década de 2000, investigadores como Lynne Sneddon han demostrado que los peces poseen nociceptores, neuronas que responden a estímulos dañinos. Los experimentos han demostrado que los peces exhiben cambios de comportamiento compatibles con el dolor, como reducción del apetito, movimientos anormales y alteraciones de las interacciones sociales cuando se exponen a sustancias dolorosas. Sin embargo, algunos escépticos continúan dudando de estos hallazgos, argumentando que estas respuestas pueden ser experiencias reflexivas más que conscientes.

El obstáculo filosófico: la conciencia

El núcleo del debate reside en nuestra comprensión limitada de la conciencia. La noción de Descartes de que sólo los humanos poseen mente ha influido profundamente en la investigación científica, creando un sesgo hacia fenómenos objetivos y verificables. Dado que la conciencia es inherentemente subjetiva, demostrarla en cualquier animal (incluidos los peces) es un desafío. Algunos científicos sostienen que los peces carecen de las estructuras cerebrales necesarias (como la neocorteza) para experimentar dolor, mientras que otros responden que esta suposición es especista e ignora la diversidad de los sistemas neurológicos.

La cuestión del dolor de los peces expone una paradoja más amplia: infligimos experimentos invasivos para “probar” la sensibilidad y al mismo tiempo cuestionamos las implicaciones éticas de tales métodos. Esto plantea un punto crítico: tal vez la pregunta en sí sea errónea. ¿Por qué exigimos pruebas a los peces cuando asumimos fácilmente que tienen conciencia en otros animales?

Por qué esto es importante

El debate sobre el dolor de los peces no es sólo una cuestión científica; se trata de ética y nuestra responsabilidad hacia la vida no humana. Ignorar el potencial de sufrimiento de los animales acuáticos refuerza un sistema de explotación que prioriza los intereses humanos sobre su bienestar. Reconocer la sensibilidad de los peces requeriría una reevaluación de nuestras prácticas en pesca, acuicultura y conservación.

En última instancia, la cuestión de si los peces sienten dolor puede ser menos importante que reconocer nuestros propios prejuicios y las implicaciones morales de nuestras acciones. Sea demostrable o no, la posibilidad de sufrir exige respeto y consideración.

El debate nos obliga a enfrentar verdades incómodas sobre nuestra relación con el mundo natural y las líneas arbitrarias que trazamos entre las especies que vale la pena proteger y aquellas que explotamos sin dudarlo.